Roque Dalton: compromiso con la poesía

Cuatro días antes de cumplir 40 años de edad, Roque Dalton fue asesinado por sus propios compañeros guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo que lo acusaron de ser un traidor. El intelectual salvadoreño escribió ensayos y novelas, fue perseguido y encarcelado, se fugó con valentía e ingenio, sufrió las penurias del exilio, amó a su esposa Aída y a sus hijos Roque Antonio, Juan José y Jorge Vladimiro, habló y bebió con sus amigos y militó en el partido comunista; pero sobre todo fue un poeta, un verdadero poeta que jamás traicionó a la palabra, que nunca rindió su poesía ante el compromiso político o las presiones del poder. El 14 de mayo se cumplieron 75 años de su nacimiento y el 10 de mayo, 35 años del crimen cometido por Alberto Sandoval, Alejandro Rivas Mira, Joaquín Villalobos, Jorge Meléndez y Vladimir Rogel. Creo que la mejor forma de homenajear a un poeta es leyendo, y releyendo, su trabajo, ese que trasciende el tiempo y las fronteras, que supera la estupidez y el egoísmo de los sectarismos, que muestra con honestidad creadora que el ser humano es más importante que cualquier proceso histórico, político o artístico. Ese ser humano que siempre estuvo presente en todas las palabras de Roque Dalton hasta el último segundo de su vida.



Hora de la ceniza
I
Finaliza septiembre. Es hora de decirte
lo difícil que ha sido no morir.

Por ejemplo, esta tarde
tengo en las manos grises
libros hermosos que no entiendo,
no podría cantar aunque ha cesado ya la lluvia
y me cae sin motivo el recuerdo
del primer perro a quien amé cuando niño.

Desde ayer que te fuiste
hay humedad y frío hasta en la música.
Cuando yo muera,
sólo recordarán mi júbilo matutino y palpable,
mi bandera sin derecho a cansarse,
la concreta verdad que repartí desde el fuego,
el puño que hice unánime
con el clamor de piedra que exigió la esperanza.

Hace frío sin ti. Cuando yo muera,
cuando yo muera
dirán con buenas intenciones
que no supe llorar.
Ahora llueve de nuevo.
Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto
como hoy.

Siento deseos de reír
o de matarme.

Imprecación
¡Ay, el escudo fuerte
que me negaron desde la lágrima primera!
¡Ay, la rápida huida
que nunca conocí!
Ay, el retrato
de desertor que siempre
guardaría mi madre.

La ingratitud
La carne de mis monedas
fue sangre pura de mis huesos.
Con ella pude sobornar al saltimbanqui
para que no llorase más,
al gitano para que diera la libertad a su pequeño caballo rojo,
a la niña de las flores
para que abandonara su vientre a las mariposas.
Pero el día llegó en que no pude dar otro paso.
Secos mis labios, áridas las manos
como la mordedura de la cal;
ardiente el ojo, a llamarada limpia,
ríspida el alma de la piel,
evaporado el apellido, la sandalia última
y la flor…
Y ahora venís a acusarme.
No importa, no, por más que duela
un poco.
No importa. Hay otros
como yo.

Como yo sectarios de la ternura.
¡Qué más da!
Qué más da, si yo quemé mis naves
desde antes de nacer.
¡Desde mucho antes de nacer!

Desnuda
Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo.
Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño perdido
que en ti dejara quietas su edad y sus preguntas.
Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que me nutre;
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.
Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.

Asesinado en la calle
Desde tu corazón allanado por el plomo
¿no me darás la mano?
Desde tus ojos sordos donde ya no cabe la luna
¿no me darás la mano?
Desde tu derrumbada piel
¿no me darás la mano?
Desde tus venas asombradas por desembocar en el aire
¿no me darás la mano?
Desde la última palabra que pronunciaste –¡Carmen! –
¿no me darás la mano?
En la horrísona calle amotinada
tu inmóvil muerte es la estatua de nuestra furia…


Alta hora de la noche
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre
porque se detendría la muerte y el reposo.
Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos,
sería el tenue faro buscado por mi niebla.
Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas.
Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta.
No dejes que tus labios hallen mis once letras.
Tengo sueño, he amado; he ganado el silencio.
No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto:
desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre.
Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre.


Testamento o algo así
Hay una sed de mal que mi juventud no ha saciado.
No llega a ser una apetencia por males desastrosos, por crímenes de clamor o villanías que hagan palidecer al dulce loco que hagan palidecer al dulce loco de entre mis antepasados.
Pero sí de las negras complacencias diabólicas que aprendí de mi propia imaginación en las iglesias, mientras los solemnes maestros de moral citaban sin la menor vergüenza a Balmes.
Mi vida está completamente poblada de acciones que no me atrevo a confesar por temor a la envidia.
Es que la moral común arruinaría para siempre mi poesía. Y eso es lo peor que podría pasarme, exceptuando el hecho de que me lo descubran todo.
En fin, así camino. En ocasiones me avergüenzo pero tan sólo por la alegría que me causan estas infamias secretas.
Qué le vamos a hacer. Desde muy niño supe que debía aceptarme como soy, ya que tanto la perfecta moral como el refinamiento más audaz son verdaderas complicaciones para quienes nos ocupamos de grandes combates y otras cuestiones parecidas.
Ángel de lo siniestro, apacentando los goces del cuerpo como necesidades del espíritu, a todas cuantas amé hice daño irreparable sumergiéndolas en grises tragedias de las que ninguna ha podido escapar hasta hoy.
Asomé a las grandes catástrofes y a las responsabilidades históricas con una banderita y los más horribles deseos de irme cuanto antes al partido de fútbol.
Idolatré a cuanto loco pudo tocar con los dedos el paraíso del absurdo.
Y a pesar de todo me aburrí. Como el más hábil de los aburridos en esta época que ya conoce la verdad de las cosas.


Beber en serio
                    A Adriano y Mary (*)
Almohadita de olor del corazón
musiquita con alfileres que subes
hasta el cielo escondido de la boca
tumbli-tumbli amarillo en un pez seco
charranganeando al alba
bajo la soledad que hunde o decora.
Pozo con las paredes de turquesa
humedad en el codo que renuncia
crisis del aire luna llegando en ondas
piel sobrante de aquí a la quemadura
hueso de pie de pecho al filo hambriento.
Anteojo poderoso de la lágrima
palabra repentina en qué colgarse
muerte en qué recaer toda la vida.
(*) Los escritores venezolanos Adriano González León y Mary Ferrero.


El general Martínez
Dicen que fue un buen Presidente
porque repartió casas baratas
a los salvadoreños que quedaron…


Buscándome líos
La noche de mi primera reunión de célula llovía
mi manera de chorrear fue muy aplaudida por cuatro
o cinco personajes del dominio de Goya
todo el mundo ahí parecía levemente aburrido
tal vez de la persecución y hasta de la tortura diariamente soñada.

Fundadores de confederaciones y de huelgas mostraban
cierta ronquera y me dijeron que debía
escoger un seudónimo
que me iba a tocar pagar cinco pesos al mes
que quedábamos en que todos los miércoles
y que cómo iban mis estudios
y que por hoy íbamos a leer un folleto de Lenin
y que no era necesario decir a cada momento camarada.

Cuando salimos no llovía más
mi madre me riñó por llegar tarde a casa.


Primavera en Jevani
Colores andróginos, una verdadera Patagonia de colores, acechantes, anfitriones de la duda, impermeables a la mayor voracidad, organizadamente salvajes, manducables como una neo-sinfonía japonesa escuchada junto al sol que te ha despertado de la más larga noche de amor.
Los pajarillos no temen de Oswaldo Barreto(*) ni de mí, posiblemente nos confunden con dos obreros de la fábrica de embutidos de Praga. Por el contrario, silban sobre nuestras cabezas valses para banda municipal y nos hacen avergonzarnos (vergonzosa vergüenza) de los gritos de nuestras urracas y de nuestros querques, de la chachalaquería de las bandadas de pericos, de la pescozada sonora del azacuán herido en tiempos de frío.
“A las seis de la mañana no va bien la cerveza” —nos dice Ingra al traer los tarros humosos. Es pues, éste, un peligroso lugar. Como para decir, a la hora del crepúsculo (aunque es demasiado temprano para pensar en él, aún estimando todas las cautelas): “La vida, en general, ha sido bella”. Precisamente ayer, después de discutir sobre la excesiva carga sexual de la literatura moderna, visitamos una granja de cerdos. Veterinarios con gabachas blancas examinaban a los gigantescos animales rosados con estetoscopios respetables, a la vez que conmovedores, mientras demandaban de nosotros que no hablásemos en voz alta. Antes de entrar nos habían cubierto el rostro con bozales de gasa para evitar que nuestros microbios personales quedasen en la pulcra barraca. Se nos informó que el lugar estaba alejado incluso de las carreteras y las vías del ferrocarril, pues todo ruido extraño asusta infinitamente a los cerdos, los hace perder peso y puede matarlos del corazón. Nunca vi cerdos con más aspecto de hijos de puta que éstos. Son jamones vivientes, con horribles venitas azules por todos lados, insolentes, idénticos a Monseñor Francisco Castro Ramírez, un exageradamente soberbio obispo del Oriente de mi país. Oswaldo Barreto, de pronto y sin advertírmelo, emitió el más agudo alarido que recuerdo haber oído en los últimos cinco años. El desconcierto cundió —como diría un novelista hondureño—, sobre todo porque los cerdos comenzaron a mostrar síntomas de angustia que pronto se transformaron en una especie de ataque de asma colectivo. Los veterinarios corrían espantados de aquí para allá y nuestro guía, absolutamente furioso y temblón, le dijo a Oswaldo: “La regla aquí es el silencio”. “Yo suelo gritar —contestó éste—, soy venezolano.” “Al país que fueres, haz lo que vieres” —citó, popular, pero no menos tensamente, el guía. “Cuando ustedes llegan a Venezuela no los obligamos a gritar” —sentenció Barreto imperturbable, antes de que yo lo sacara, casi a empujones, del lugar. Casi vomité de la risa. Como cuando vi aquel rótulo en una calle de Santiago de Chile: “Zorobabel, Galeno, Sastre”. Aunque ahora no recuerdo ya, no comprendo, lo que el letrero tenía de gracioso. Oswaldo pagó, no obstante, su delito: anoche soñó que lo habían vuelto hacia atrás en sus estudios y se encontraba en Cuarto Año de Secundaria, iniciando un examen final de trigonometría, sin saber ni siquiera pronunciar la palabra cateto. Despertó sudando en plena madrugada y me ha despertado también para pasear un poco y buscar cerveza.
Ha sido entonces que decidí hablar sobre la primavera.
Época del año en que florecen hasta los futbolistas, como todo el mundo sabe.
Y que en Checoslovaquia se transforma en una orden edilicia para bañarse entre las truchas o buscar hongos y muchachas desnudas bajo el sol que los pinos del bosque dejan bajar al suelo.
Mañana volveremos a Praga con la cara quemada por ese sol.
Oswaldo Barreto y yo deberemos salir de estos lugares lo más pronto posible, so pena de ponernos a tener hijos rubios con Zdenas y Janas, y engordar a fuerza de grandes filetes y algodonosos melocotones y fresas con crema, hasta olvidar que alguien está muriendo mal en nuestra vieja casa y ha preguntado por nosotros con perentoriedad.
¡Viva, esta primavera, sin embargo!

(*)Oswaldo Barreto Miliani es sociólogo y escritor venezolano, participó en la lucha armada, fue amigo de Roque Dalton, actualmente es columnista del diario TalCual (Caracas).


El vanidoso
Yo sería un gran muerto.
Mis vicios entonces lucirían como joyas antiguas
con esos deliciosos colores del veneno.
Habría flores de todos los aromas en mi tumba
e imitarían los adolescentes mis gestos de júbilo,
mis ocultas palabras de congoja.
Tal vez alguien diría que fui leal y fui bueno.
Pero solamente tú recordarías
mi manera de mirar a los ojos.
Una de las caras del amor es la muerte,
en el humo de esta época eternamente juvenil.
¿Qué me queda ante ti sino la perplejidad de los reyes,
los gestos del aprendizaje ante la crecida del río,
las huellas de la caída de bruces entre la ceniza?
La propia juventud decrece

y trota la melancolía como una mula.

Los poemas de Roque Dalton fueron seleccionados de los tomos I y II de No pronuncies mi nombre. Poesía completa. Prólogo de Luis Mélgar Brizuela, estudio introductorio, índice comparado y notas en anexos de Rafael Lara Martínez. Editorial del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte de El Salvador, 1ª edición, 2005.  La fotografía de Roque Dalton forma parte del mismo libro.

Estos poemas y el breve texto que lo acompañan fueron publicados originalmente en 
El Cautivo en mayo de 2010.

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